lunes

Palermo

-¿Hasta qué hora podés retirar las fotos?- pregunté. -Hasta la una, hoy es sábado.- me contestó Sol. -Ok. Tenemos tiempo entonces – mientras seguíamos dando vuelta en el auto por Palermo, -¡Esa es Newbery!- dijo Sol por fin. –Parece que no hay estacionamiento... mmm... ¡Ahí! dale, si es un ratito. Si viene alguien lo corrés y listo – lo pensé y asentí con el auto. Como ya he comprendido que la definición de “ratito” depende del sexo de quien utiliza esta palabra, me armé de paciencia y me quedé esperando en el auto. En ese momento recordé que tenía un libro en mi bolso y me puse a leer. Faltaban apenas unos minutos para la una de la tarde.
Era un sábado con perfecto carácter de domingo, salvo por un par de señoras que volvían de hacer sus compras con un marcado ritmo semanal. A pesar de que estamos en otoño el clima era más que templado, no había nubes y el sol se escabullía entre edificios y altos arboles para rebajarse a acompañarnos. Tomé mis anteojos de sol, para evitar el reflejo, y me sumergí en una lectura de aventuras. El librito, digo librito por que es de bolsillo y no por otra cosa, se estaba poniendo entretenido luego de un comienzo levemente amodorrado.
“La oscuridad palpitante lo envolvía todo desde arriba y, entonces, finalmente, llegó lo de verdad. Fue algo formidable e inmediato, como la ruptura repentina de ira. Parecía explotar alrededor del barco con una intimidante detonación y una avalancha gigantesca de las aguas...” ¡¡¡PLAFFF!!! Fue seco, directo, sin ecos o segundas intenciones. Apenas logró inmiscuirse por mis oídos pero, la verdad, es que no pude percibirlo con claridad en ese momento por lo que continué un poco más con mi lectura. “...es el poder desintegrador del vendaval: aislar al hombre de los de su especie. Un terremoto, un corrimiento de tierras, una avalancha, pueden alcanzar al hombre como si fuera por casualidad, sin apasionamiento. Pero un temporal furioso le ataca como si fuera un enemigo personal, intenta agarrarle los miembros...” Sentía un murmullo lejano que iba subiendo de volumen pero todavía no era suficiente como para perder mi concentración, aunque sí como para que yo lo percibiera.
“...la sensación de ser lanzado a gran distancia, en un torbellino de violencia. Todo desapareció, incluso, por un momento, su capacidad de pensamiento; pero su mano había un montante de la baranda. Su angustia no se veía en absoluto aliviada por una inclinación a dudar de la realidad de aquella experiencia. Aunque joven....”
- ¡NO! ¡NO!¡NO!¡NO!, ¡NO PUEDE SER!, ¡POBRE!, ¡HAY, POR DIOS! ¡NO PUEDE SER!, ¡NO! ¡NO!¡NO! – Al cuarto “no” sentí un llanto descontrolado de una mujer que se colaba por atrás de la dueña de tantas negaciones. Bajé mi libro y miré por la ventanilla del auto. Primero vi a varias personas que estaban mirando en el piso, casi en perfecto semicírculo, y luego levantaban la vista como buscando un punto de partida para esta historia. Luego vi la cara de doña “negación”. Una típica mujer de barrio, clase media renegada, con una permanente anciana y un teñido rubio, como es de esperar en estos casos, que repetía maquinalmente y hasta hartarme, sin aún yo comprender que sucedía, ¡NO!, ¡NO PUEDE SER!. Debo admitir que doña “negación” me había causado la impresión primaria de ser una de las típicas viejas locas de barrio, y que lo que había escuchado con anterioridad era una frenada de auto que casi la atropellaba, o bien que lo había hecho. Atrás estaba otra rubiecita, mucho más joven, que era la dueña de los sollozos. Ahí pensé que ella era la posible víctima.
Todo era muy confuso para mí. No había logrado establecer una conexión entre el semicírculo y las dos platinadas afectadas. Luego en un, extraño y ajeno a mí, momento de lucidez, pensé que tendría que haber una relación entre el semicírculo de parroquianos y las dos aquejadas mujeres. – ¡La puta!, se suicidó alguien- fue la expresión que me dije, aunque no sé si en voz alta o mentalmente. Existía una correlación perfecta entre la serie de acontecimientos y mi hipótesis: ruido seco, que rebobinando, me daba cuenta que sonó como una bolsa con carne y huesos arrojado desde lo alto, murmullo de personas, viejas negando lo sucedido y una rubiecita al fondo descontrolada llorando mientras otra transeunte la abraza y la acurruca contra su pecho dándole soporte emocional o intentando algo parecido.
Dejé mi libro, tomé instintivamente (argentinamente) las llaves del auto y bajé a ver. Sentí latir un poco más fuerte mi corazón. Lamentablemente ni mis padres, ni la escuela, ni la vida o la televisión me dijeron: Mirá, cuando alguien se tire de un décimo piso, tenés que hacer esto y esto, o si no, aquello, etc. Seguía buscando en mi cerebro como reaccionar y no encontraba respuesta. Sí me impulsaba una extraña y morbosa fuerza, aunque admito con bastante miedo, que me llevaba a acercarme al lugar y ver. Alcanzo a ver un bulto en la vereda y me di cuenta que sí, tenía razón, alguien se había suicidado. Continué mi aproximación aunque ya estaba un poco asustado y no sabía si quería ver. La vieja y la llorona se escuchaban todavía. No puedo negar que, aunque las comprendía un poco a esta altura, ya me estaban hinchando las pelotas.
Estaba seguro de estar viendo lo que estaba viendo cuando percibí que había ciertas variables que no encajaban en la postal de “suicidio”, y no era que no estuviera el cartel de “Crónica” en algún lado de lo que miraba. Repasé el bulto en la vereda, del que había quitado mis ojos por miedo, dándome cuenta que el tamaño no era de una persona adulta. –De allá, del décimo, yo los conozco – escuché decir a uno de los tipos que siempre están en los eventos constituidos por gente en la calle y que parecen saberlo todo.
-¿Será un nene? ¿Ya lo han tapado? No puede ser, no tan rápido.- seguía avanzando buscando respuestas a mis preguntas. Vi que otro de esos tipos, que además de saber todo se animaba a todo, tomaba con sus manos algo que parecía un brazo y lo dejaba caer. -Y sí, está muerto- fue la expresión que leí en su rostro.
Pero seguía sin encajar todo, salvo esas dos enajenadas, el resto estaban muy tranquilos. Entendían demasiado la situación. Logré sortear la valla humana - vecinal que rodeaba a la víctima y la vi. Estaba muerto, no me cabía ninguna duda. En ese mismo momento escuché a la moza del bar de la esquina que aseguraba conocerlo, con una leve sonrisa en su rostro, y que efectivamente vivía en el décimo piso. Mi corazón empezó a latir con más normalidad, ya me sentía mejor entendiendo todo como el resto de los vecinos. Luego me puse a observarlos. El difunto me brindaba la excusa perfecta para escucharlos y mirarlos por un rato sin que nadie me recriminara nada ni esperaran nada de mí. Cuando llegaron al punto de atiborrarme de estupideces e inquietarme por lo que pensaban y decían, tal cual lo habían hecho las otras dos mujeres al principio, decidí volver al auto.
Tranquilamente volví sobre mis pasos tratando de explicarme como esas personas habían logrado transformar todo en una discusión política intercalada con frases de aroma a libros de autoayuda. No llegué a ninguna explicación. Tomé mi libro y volví a mi lectura, estando seguro de una cosa: si hubiera sido yo ese caniche que vivía contra su voluntad en aquel décimo piso, rodeado de tamaños vecinos, también habría saltado al vacío. A esta altura estoy seguro que ese perro sabía muchas cosas que yo no sé. Ni sabré.
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