sábado

Modernismo

Hoy salí a correr. Extraña sensación que bordea la autoflagelación, es más, hubo momentos que sentí que la Inquisitio Haereticae Pravitatis Sanctum Officium estaba atrás de todo eso. Escupí uno a uno mis pecados, entre puchos y otras porquerías, hasta que, cuando terminé, me sentí mejor.
Haber hecho algo por mí, mejor dicho, haber hecho algo por mi salud fue una experiencia interesante que, como ya dije, me hizo sentir bien.
Expiación.
Luego de haber realizado toda la parafernalia acostumbrada al fin de la tortura, esto es, suspiros, estiramientos, tomar agua, mirar simpáticamente a las paseantes, etc. decidí emprender el retorno y, por qué no, volví a mi casa con una sonrisa, quizás un poco afeminada, instalada en mi rostro. Al parecer esto lo percibieron unos tipos de una obra, algún edificio en construcción, que decidieron lanzarme, con indescriptible precisión, un pedazo de pan cuando pasé delante de ellos. Yo patrocino la paz, más cuando son 6 tipos con trabajos pesados. No los dejé amedrentarme, así que continué con mi paso. A las dos cuadras, en la esquina donde hay un lavadero de autos, sale un tipo con una manguera a presión y me empapa, lo miro a los ojos pero el tipo no para de reírse, achinando los suyos así que no sé si me mira o no. Por mucho menos cualquiera hubiera exigido una satisfacción pero yo, que patrocino la paz, le esbozo una sonrisa que literalmente decía “Sos un tarado, pero hoy no quiero discutir con nadie, me siento bien. Espero que no lo vuelvas a hacer. Saludos a tu madre.” Seguí viaje.
Llegando a la esquina próxima a mi casa un taxi dobla recordando lo que nunca aprendió, o sea la prioridad del peatón. Lo miro mientras pasa a escasos centímetros de mi cuerpo y el tipo me devuelve la mirada, por decirlo de alguna manera, cargada de ira. Por un extraño impulso no cruzo y me quedo mirándolo. Frena a unos veinte metros de dónde yo estaba, se baja el pasajero, y cumpliendo mis peores presagios, se baja el chofer. Pensé rápidamente un discurso sobre cómo Gandhi hubiera dictado el curso de educación vial pero, para mi completo asombro, el taxista gira alrededor del auto, agarra del cuello al pasajero, lo zamarrea y culmina su acto con un directo a la mandíbula que el otro tipo logra eludir. El policía que estaba enfrente se dio cuenta que esto no era un espectáculo, por lo que decidió dejar de divertirse para intervenir. Ahí terminó todo.
Sigo mi camino y me acuerdo que llevo el Ipod, a pesar que lo había cargado con música adecuada para correr, me encuentro con que tenía el álbum blanco de los Beatles… fueron sólo cuatro o cinco cuadras, el hall, el ascensor y un ratito en mi casa. Es increíble cómo un buen disco puede hacerme seguir queriendo y disfrutando estos buenos aires.

lunes

Vos y yo.

Esbozan una sarcástica sonrisa, y nada pareció terminar. De alguna forma todo se conjura desde un caos irónico. Una ola se diluye, reverente, en la arena de una playa desierta. Otra estalla furibunda sobre las rocas, bañando de esputo los pies de un acantilado. Vacilación de la actitud. Dificultad. Tribulación. Mirarnos a la cara o darnos la espalda. Abatirnos en la entrega o sólo desaparecer en la marea.

sábado

de lluvias y teléfonos

Había sido un día hermoso, de hecho todavía lo es. ¿Puede haber algo más encantador que caminar por Buenos Aires bajo la lluvia? Es fantástico y, además, existen muchas opciones para hacerlo. A veces lo hago por el centro, pero sólo cuando mi humor está lo suficientemente estable como para soportar ese enjambre de gente, cuál de todos ellos más apurado y, obviamente, mostrando lo importante que es para cual cada segundo de su vida, ¿Cómo alguien como ellos puede detenerse un instante a ver lo que sucede alrededor? Pero ése es justamente el encanto del paseo céntrico, todos corren, se pelean por taxis, insultan en paradas de colectivos, los autos demuestran la insignificancia del peatón en cada esquina y demás cosas por el estilo, mientras uno se calza un mp3, siempre con algún disco tranquilo -no vaya a ser que un ritmo acelerado nos apure-, y sólo disfruta. Un detalle no menor a tener en cuenta en este tipo de paseos es que los que tienen paraguas son idiotas. Si, sin más, no tienen otro calificativo. El portador de éstos te verá venir con las manos vacías, pero a él le corresponde siempre ir del lado de la pared, esto es, al resguardo de balcones y demás salientes. Nunca uno va a pensar “yo me cubro, mejor le dejo el reparito a este tipo.” Eso no sucederá nunca. Relacionado a esto hay otro detalle aún más peligroso y que, los mencionados paragüistas, llevan a cabo con sospechada precisión: le apuntan con los rayos del aparatejo a la pupila más próxima con certeza propia de un dardista -la palabra creo que es arquero pero se prestaría a confusión- londinense. Si uno es bajo, el problema no se presenta, pero yo creo, ya que los portadores más inescrupulosos son las mujeres mayores, que en promedio no deben tener más de 1.65 mts, que el riesgo de ser mutilado debe aumentar extremadamente para las personas que midan entre 1.75 y 1.90. Luego de la última altura sólo se corre el riesgo de un rasguño menor en un hombro.
La otra opción, más saludable por cierto, es caminar por barrios residenciales, con esas construcciones de la primera mitad del siglo pasado (y baldosas que parecen estar desde ese entonces), dónde sólo uno puede cruzar una mujer que vuelve del mercado o bien algún auto solitario que produce ese sonido tan especial mientras se desliza sobre el asfalto mojado.
Ésta última fue la opción que tomé hoy - mi humor no estaba para someterlo a la prueba céntrica, quizás me hubiera convertido en un ejecutivo de zapatillas - caminando por Caballito y Almagro, en la zona que se extiende entre el parque Rivadavia y el parque Centenario. Fue majestuoso, sobre todo una cuadra que están reparando y por lo tanto estaba cortada, se podían ver todas las maquinarias y herramientas que pueden producir ruidos de altos decibeles, mansamente estacionadas, obviamente, respetando la lluvia. En esa cuadra dejé de caminar un poco y me quedé sintiendo. Luego seguí con mi recorrido por alrededor de una hora, hasta que estaba demasiado mojado y me costaba mover las piernas.
Llego a mi casa, me pongo ropa seca y preparo unos mates. Tomo la guitarra y me siento a demostrar lo inadecuado que es para mí este instrumento; junto a la ventana donde todavía pega la lluvia. Como dije antes, había sido un final de día perfecto. Pero siempre pasa algo, siempre…
Me gustaba más mi periodo esquizoide.
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